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En Suiza, la recorrida por una heroica campaña celeste

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Estadio de Lausana

TESTIMONIOS DEL MUNDIAL DE 1954

Los estadios que sobreviven y los que han desaparecido de aquel torneo en el cual Uruguay fue cuarto

Frente a la casa en la que vivo en la ciudad suiza de Ginebra hay un lindo parque desde el cual, en los días de buena visibilidad, se puede divisar el imponente Mont Blanc, la montaña más alta de Europa, ubicada en territorio francés. Un día, paseando por ahí, ví un cartel no muy grande que me llamó la atención.

Era un letrero muy sobrio y prolijo. Leyéndolo, me enteré que allí, entre 1930 y 2002 estuvo el Stade de Charmilles, la cancha del Servette, el club ginebrino de fútbol que este año iba a festejar por todo lo alto sus 130 años, si el COVID-19 no lo hubiese impedido.

Para mi sorpresa, descubrí que en este lugar, como jugador del Servette, terminó su carrera el gran futbolista alemán Karl Heinz Rummenigge. Allí se jugaron durante 72 años 2.200 partidos de la liga suiza y también internacionales. Donde hoy pasean familias venidas de todo el mundo (Ginebra es por demás multicultural) jugaron Pelé, Michel Platini, Diego Maradona, Zinedine Zidane, Ferenc Puskas, Alfredo di Stéfano, Eusebio... Toda una historia que se fue con la cancha y sus tribunas.

El estadio tenía una capacidad para 30.000 personas y en él se jugaron cuatro partidos del Mundial de 1954. Ubicado en el viejo barrio industrial de Charmilles, en el norte de Ginebra, fue demolido en 2008 y el Servette se trasladó al flamante “Stade de Geneve”, construido al lado de un moderno centro comercial.

En Charmilles no jugó Uruguay durante esa Copa del Mundo, pero descubrir el lugar me hizo despertar la curiosidad. Me pregunté qué habría sido de los estadios de Zurich, Basilea, Berna y Lausana en los que la Celeste se batió en aquel recordado Mundial tratando de retener la copa conseguida en Maracaná. Los resultados los tenemos grabados en la memoria: terminó cuarta y perdió su invicto en estos torneos. Pero durante mucho tiempo fue la última gran campaña uruguaya en una Copa del Mundo.

Antes hay que decir que después de la devastación de la Segunda Guerra Mundial, Suiza era el único país europeo que se encontraba en condiciones de organizar el campeonato porque durante la contienda se mantuvo neutral.

Esa neutralidad histórica le permitió atraer la FIFA a Zurich, el Comité Olimpíco Internacional a Lausana y la UEFA (en ese mismo 1954) a Nyon, sobre el precioso lago Lemán. Más allá del deporte, Ginebra alberga la sede principal de la ONU en Europa, la OIT, la OMS, la OMM y un largo etcétera de organismos internacionales.

El 16 de junio de 1954 Uruguay debutó por aquella Copa del Mundo en el Wankdorf Stadion de Berna y le ganó a Checoslovaquia 2 a 0. Era la cancha del Young Boys de la capital suiza y era grande; podía albergar 64.000 personas pero fue demolida en 2001 y sustituida por el Stade de Suisse. Fue también escenario de la final de aquel torneo, que Alemania le ganó a Hungría bajo la lluvia.

El 19 de junio Uruguay apabulló 7 a 0 a Escocia. Fue en el estadio St. Jakob Park de la ciudad de Basilea. Ese día hubo 38 grados, y según el jugador escocés Tommy Docherty, citado en “Historia Freak del Fútbol”, de Joaquín Barañao, en la derrota tuvo mucho que ver que su selección había ido a Suiza a jugar con camisetas demasiado abrigadas porque los directivos asumieron que en este país, por ser montañoso, hacía frío todo el año (por cierto, cada vez hace más calor. En invierno ya casi no nieva en Ginebra y los glaciares en los Alpes están reduciéndose).

Pues el estadio St Jakob Park, del renombrado club Basel (Basilea), sí subsiste, y de hecho su capacidad fue ampliada en 2008 a 42.500 personas. En este mismo escenario Uruguay le ganó a Inglaterra 4 a 2 el 26 de junio, ya por los cuartos de final. Fue la tarde en que Obdulio Varela logró uno de los cuatro goles del equipo, saltó para festejar y se desgarró: ya no volvió a jugar por la selección.

 Dirigidos como en 1950 por Juan López, los celestes llegaron a Lausana el 30 de junio para enfrentarse a la poderosísima Hungría, que llegaba como favorita, a jugar la semifinal. Una reciente tarde gris, como la de aquel 30 de junio, llegué frente al estadio Olímpico de La Pantoise, en el norte de Lausana, donde los uruguayos jugaron aquel lejano día un partido épico.

El lugar estaba casi desierto, cuarentena mediante, y tras la bruma se veían los imponentes Alpes, al otro lado del Lemán. El estadio luce un aspecto bastante descuidado, pertenece al Lausanne Sport y su capacidad fue reducida a 10.000 personas.

Pero aquella tarde de lluvia de 1954 las tribunas, que podían recibir a más de 40.000 personas, estaban repletas. Mi papá me contó que aquel día en su facultad les dieron libre a los estudiantes para que pudieran escuchar el relato de Carlos Solé.

Uruguay venía invicto desde los Juegos Olímpicos de 1924. Ni en esos Juegos ni en los de 1928, ni en los mundiales de 1930 y 1950 había conocido la derrota. Y llegaba a la cita tras tres victorias en Suiza.

A la selección húngara se la conocía como “Los Magiares Fantásticos”. Llevaban 28 partidos invictos desde 1950 y habían ganado los Juegos Olímpicos de 1952. En el Mundial 54 habían convertido 21 goles en los tres partidos disputados inicialmente.

Los húngaros se pusieron en ventaja 2 a 0. Parecía todo liquidado. El partido era intenso. Las viejas filmaciones en blanco y negro muestran mucha marca, buenas jugadas, varias patadas, salvadas en la línea del arco e intensidad en medio del barrial.

En el segundo tiempo, el cordobés Juan Eduardo Hohberg, argentino nacionalizado uruguayo, a quien Carlos Solé llamaba “Jobér”, acentuando la letra e, fue muy bien habilitado y descontó.

Diego Lucero escribió: “Es entonces cuando se produce el milagro. Néstor Carballo, William Martínez, Víctor Rodríguez Andrade se tiran adelante y se llevan en su empuje compañeros y contrarios. Entonces se arrugan los húngaros y crecen los celestes hasta la altura del milagro. Cojeando, extenuados, cayéndose y levantándose en aquella cancha castigada por la lluvia van a buscar el empate”.

A los 43 minutos del segundo tiempo Hohberg recibió una magnífica asistencia de Juan Alberto Schiaffino. Avanzó hacia el arco, dribleó a medias al golero húngaro y definió con un potente derechazo. El relato de Solé, con voz llorosa, aún estremece: “Gol uruguayo, Jóber, Jóber, acá se festeja con incontenible emoción”, gritó.

Hasta yo, que hoy soy más hincha de Nacional que ayer y menos que mañana, me hubiese enloquecido gritando ese gol de aquel cordóbes estrella de Peñarol durante años. Las imágenes muestran a dos zagueros húngaros y al arquero, desesperados, agarrándose la cabeza en la línea del arco. Y también muestran que en las tribunas el gol uruguayo fue muy celebrado.

Hohberg casi resultó ahogado por sus compañeros en el festejo y debió salir unos minutos de la cancha para ser atendido por la sanidad celeste, aunque luego volvió a disputar el alargue que había forzado y en el que Schiaffino reventó una pelota contra el vertical derecho húngaro. Finalmente, Uruguay no pudo con el embate magiar y perdió 4 a 2.

Aún así, parafraseando a Solé, el león herido había sacudido la melena. Luego la celeste caería 3 a 1 contra Austria, en el estadio Hartdum de Zurich, en el partido por el tercer puesto. Hohberg volvió a marcar. El Hardturm, cancha del Grasshopper, sería demolido en 2008.

Saqué muchas fotos de La Pantoise en esa tarde gris y silenciosa. Otros dos escenarios de la gesta celeste de 1954, como ya apunté, ya no están. Fue hace mucho tiempo aquel Mundial. Quizás algunos no lo recuerden porque el Mundial del 30, Maracaná, México 70 o Sudáfrica 2010 lo han opacado como gestas celestes.

Pero quise ver La Pantoise. Y cuando volvía a Ginebra no podía dejar de repetir “Jobér, Jobér”, evocando una emoción de otros y de hace tiempo pero que ahora es tan mía como la que sentí con las atajadas de Jorge Seré en Japón o los goles de Luis Suárez en Sudáfrica.

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