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Cafú: de las balas perdidas en Ciudad de Dios a estar con Maradona y Caniggia

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Luciano

HISTORIAS

"En las juveniles hay demasiada desesperación. Entre la presión que se ponen ellos mismos y la de sus padres, no pueden disfrutar", dijo el brasileño quien no para: dirige, estudia y sigue jugando.

Cafú Barbosa no para. Entrena al equipo de la Mutual, acaba de terminar un curso de marketing y sigue jugando en los veteranos de La Banda. No puede quejarse de su carrera: jugó cinco años en Cerro, cinco en Peñarol y tres en Danubio. Y hasta le pudo comprar la casa a sus padres en Río de Janeiro. Pero tiene claro que lo principal no es jugar al fútbol sino la formación de los futbolistas.

En el equipo de la Mutual, donde comenzó a entrenar el año pasado como ayudante de Apraham Yeladian, el objetivo no es ganar el fin de semana, sino que los jugadores puedan conseguir un equipo. “Entrenamos todas las mañana. Por suerte, ahora estamos con pocos jugadores (unos 12 o 13) porque la mayoría ya encontró equipo, que es el propósito. Llegamos a trabajar con 80. Al principio te asusta un poco, pero le fuimos agarrando la mano con Yeladian. La C ayudó mucho porque aparecieron inversores en los equipos y contrataron unos cuantos jugadores”, relató.

“Cuando llegan les explicamos que lo principal es que entrenen para estar de la mejor forma por si los llaman de un club o los contratistas. Con el pasar de los días se empiezan a desmotivar, más si llevan meses sin conseguir equipo. Entonces hay que apuntar más a la parte emocional y a la sicológica”.

cafu

Cafú se retiró en Rentistas, pero tuvo algún año sin equipo, entrenando con el de los Jugadores Libres y eso le hace entender a los futbolistas que hoy dirige. “Por eso es muy importante formarse y no estar solo para el fútbol. Porque los años van pasando y recién cuando se quedan sin un contrato se ponen a ver qué van a hacer. Creo que hay que tratar que los gurises de 17 o 18 años no dejen de estudiar. Que se sigan formando, porque el fútbol es muy corto, tiene fecha de caducidad y de un día al otro te quedás sin trabajo”, dijo convencido Luciano Barbosa de Jesús, como se llama verdaderamente Cafú.

La presión en los chicos

Está tan convencido de que ese es el camino que lo pone en práctica en su casa. Su hijo, Juan Ignacio, tiene 18 años, es zaguero izquierdo y juega en Racing, pero sabe que si hay fecha entre semana y le coincide con el liceo, no va al partido. “Desde que comenzó con el sueño de ser futbolista le dije que lo íbamos a apoyar en todo, pero el estudio es lo primero. No comparto que pongan fechas entre semana, no es posible que lo gurises pierdan clase para ir a jugar al fútbol. Mi hijo sabe cuáles son las reglas del juego y que ese día no va al partido”, explicó sobre su hijo que cursa Sexto y quiere ser abogado. “Habría que cambiar los reglamentos y que lo torneos de juveniles comenzaran más en verano, con el tiempo lindo. Y ahí sí poner fecha entre semana, pero una vez que empiezan las clases no”, insistió Cafú.

Juan Ignacio

“A veces los gurises se amargan si no juegan. En las juveniles hay demasiada presión, demasiada desesperación. Los gurises no tienen paciencia, todos quieren estar. Y no es así. Tienen que disfrutar. Entre la presión que se ponen ellos mismos y la de sus padres, no pueden disfrutar. Parece que un niño no pudiera crecer sin ser futbolista. Y la varita no le toca a todos. A veces hay que levantar la cabeza, reconocer que puede no ser para uno y agarrar para otra cosa. Es complicado porque los padres ven en la tele los millones que hay, pero hay que entender que no es para todos”.

El mismo mensaje que le dio a su hijo es el que transmite en la escuelita de fútbol Jogo Bonito que tiene hace ocho años con su socio Leonardo Rodríguez. “Pregonamos divertirse y hacer amigos, integrarse; aprender un poquito de coordinación y de fundamentos, pero sobre todo que disfruten de jugar al fútbol”.

La niñez en la favela

Nació en Río de Janeiro en la favela Ciudad de Dios. A los 10 años su familia se mudó para Río Centro, un barrio en la zona central de la ciudad. En ese momento eran cuatro hermanos, pero llegaron luego a ser ocho. “En Ciudad de Dios pasábamos todo el día jugando al fútbol. Mi padre trabajó 35 años de gerente de un supermercado. Comer, comíamos. Je. Era una vida tranquila, más allá de los tiroteos de siempre. Hubo una semana de tiros continuos: de noche, de madrugada, de mañana; no paraba nunca y no se podía ni ir a la escuela, pero fue justo cuando nos fuimos. Recuerdo que nos mudamos poco antes de Navidad. La pasamos en Río Centro solos porque no conocíamos a nadie en las viviendas, que además eran nuevas. Fue una Navidad un poco triste, pero a su vez feliz porque en Ciudad de Dios no se podía estar más, porque las balas perdidas van para cualquier lado”, relató.

“Tuvimos una buena crianza, de muchos valores, y hoy sigo por ese camino. Muchas veces el futbolista cree que debe vivir mostrando lo que tiene, yo creo que somos ciudadanos normales, tengamos lo que tengamos. El fútbol es solo un trabajo”.

familia

Pudo comprarle la casa a sus padres en Río de Janeiro

Conoció a María Inés, su señora, en el Centro. Ella trabajaba en una casa de deportes y él iba al dentista en ese edificio. Cuando pasaba la miraba. “Un día entré y comenzamos a conversar. De entrada nada, pero luego nos pasamos los teléfonos y nos fuimos conociendo. De esto hace ya 24 años, es mi compañera de ruta”, contó.
Cada fin de año, Caú vuelve a Río de Janeiro para compartir con sus padres y su familia, a la que dejó hace 30 años. “Por suerte pude comprarles la casa a mis padres. Los veo una vez por año. Disfruté una cantidad de cosas en mi carrera, pero me vine muy joven y me perdí el crecimiento de mis hermanos y sobrinos. Eso duele un poco”.

Passarella, Ortega, Almeida, Maradona y Caniggia

Tenía 18 años, estudiaba, trabajaba para tener su platita y se había probado sin éxito en varios clubes. Jugaba de número 9 y estaba a punto de dejar atrás su sueño de ser futbolista cuando lo invitaron a jugar un campeonato de barrio. Era delantero y comenzó a hacer goles. Había un zaguero argentino que le decía que tenía contactos y que lo podía llevar a jugar a su país. “Fui a su casa con mis padres y nos explicó que tenía un contacto en River Plate. Yo no lo tomaba muy en serio, pero pasó y fue todo muy rápido. Cuando me di cuenta ya estaba subiendo al avión. Mis amigos me hicieron una despedida y todos lloraban. Yo también, pero era un poco de alegría aunque no tenía idea de lo que me esperaba y nunca había subido a un avión. Al otro día en el aeropuerto vi llorar por primera vez a mi papá. Cuando iba a embarcar, miré para atrás y mi madre estaba casi desmayada. Volví y la abracé, pero ella me dijo que sabía que era mi sueño y que lo aprovechara”.

Su avión hizo escala en Montevideo, quizás de forma premonitoria, pero de buenas a primeras se encontró en la Cuarta de River. Compartió generación con Ortega y Almeida. Y entrenó en Primera con Passarella y Gallego como técnicos. “Me acuerdo que como vivíamos en la pensión de River hacíamos de alcanzapelotas de la selección que entrenaba en el Monumental. Estaban Maradona, Caniggia y Batistuta. Los gurises enloquecían y se sacaban fotos con ellos, yo me paraba al lado como si nada. Con los años tomé la dimensión de dónde estaba y con quiénes”.

Estuvo tres meses en la Cuarta de River, pero como no iba a tener chance lo mandaron a Chaco For Ever, que estaba en el Nacional B. Allí en la pretemporada, el técnico lo puso de lateral izquierdo porque faltaba uno. Él lo hizo para dar una mano, pero les explicaba en portugués que era delantero. Pero lo alternaban entre lateral y zaguero y jamás volvió a ser nueve.

La llegada a Montevideo

En el Chaco las cosas estaban complicadas y conoció al “Bomba” Domingo Cáceres, quien lo invitó a cruzar el charco. Se vino en auto con él. El “Bomba” lo llevó a una práctica de Danubio y la IASA, pero terminó en Cerro, donde enseguida comenzó a entrenar con Primera. “Antes uno se quedaba mucho tiempo en un equipo: estuve cinco años en Cerro, pasé a Peñarol, donde estuve otros cinco y hasta me llamaron de Brasil para que volviera, pero al final lamentablemente no salió. Me fui a China y cuando volví estuve tres años en Danubio. Y después terminé en Rentistas, donde estuve otro tres años.

Bebidas. Abreu y Cafú, con Pepsi y Doble Uruguaya.

“Llegué a Peñarol en 1997 y encontré un plantel de gente ganadora. Uno no tenía ni dimensión de dónde caía, pero me recibieron con los brazos abiertos. En Brasil era hincha de Flamengo y soñaba con jugar en un grande. Veía los clásicos y quería estar ahí y estuve. Soy un bendecido por eso”, añadió.

“Tuve un par de momentos en los que anduve bastante bien. Mi carrera no fue vertiginosa, ni la de un fenómeno. Por ser brasileño a veces me decían que no jugaba a nada. No era un brasileño crudo, no hice juveniles y aprendí a jugar en la calle y recién a los 18 años pisé una cancha profesional. Fui aprendiendo con gente grande que me decía cómo pegarle. Todos los entrenadores que tuve me dejaron algo y los compañeros también. No sé si mi carrera fue buena o mala, tengo que ser un agradecido a Dios por las oportunidades que tuve y por todos los que me dejaron algo; fuera adentro o afuera de la cancha”.

Sigue jugando en La Banda, en la Liga Barriola donde lo acercó Robert Lima. “Tenía ganas de seguir gastando un poco de energía los fines de semana. Siempre que no me coincida con el partido de mi hijo. Si juega él lo vamos a apoyar con mi señora. En tantos años de fútbol me perdí muchas cosas de su crecimiento y hoy trato de acompañarlo en todo lo que pueda”.

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