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A 80 años del debut del mayor goleador tricolor

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Foto: archivo El País.

HACIENDO HISTORIA

Nadie lo conocía cuando llegó de Boca, en el verano de 1938: en poco tiempo se convirtió en ídolo y terminó siendo clave para conquistar el Quinquenio de Oro.

Foto: archivo El País.
Foto: archivo El País.

La vida y las hazañas de Atilio García podrían formar parte de una novela: un desconocido absoluto que en poco tiempo se convierte en un jugador desequilibrante e ídolo. La narración se enriquece con anécdotas cercanas al mito, aunque en eso nada tuvo que ver el protagonista, serio y parco como pocos futbolistas. Lo comprobadamente cierto de esta historia son sus 464 goles en el primero de Nacional (más siete con la Celeste), que lo convirtieron en el mayor goleador que haya lucido la camiseta tricolor.

Todo comenzó a escribirse el 15 de enero de 1938, hace ahora 80 años, con sus dos primeros goles para Nacional, en un amistoso frente a Chacarita de Argentina. En aquel verano, Nacional buscaba con urgencia un centro delantero y pensó en el brasileño Providente, que estaba en Boca. Como los xeneizes eran amigos tradicionales de los tricolores, la gestión parecía factible. Pero en vez del brasileño terminó viniendo un tal Atilio Ceferino García.

La leyenda cuenta que Boca le ofreció varios jugadores a Atilio Narancio, referente de la dirigencia de Nacional. Como ninguno le resultaba conocido, optó por García, que por lo menos se llamaba como él. El País del 12 de enero de 1938 informaba sin embargo que las gestiones con Boca las realizaba otro dirigente, Mario Fullgraf, y que los otros futbolistas ofrecidos eran Neyra, Tibeo y Tenorio, tan desconocidos como García.

Llegó a Montevideo una tarde de enero del ‘38 en un ómnibus de Onda desde Colonia. Por entonces, el servicio dejaba a cada pasajero en la puerta de su casa, si así lo solicitaba. El futbolista pidió que lo llevaran a la sede de Nacional, que quedaba en 18 y Gaboto. A esa hora solo estaba el cantinero, Constante Iglesias, quien años más tarde relató la primera impresión que tuvo: “Si este juega al fútbol, yo soy Wilma Banky”, en referencia a una vedette de moda en los años ’30. De allí, Atilio se fue a la pensión que le daba el club, en Magallanes casi 18.

Su estampa no era la tradicional de un futbolista, pero terminarían explicando sus virtudes en la cancha: macizo, de espaldas anchas y gruesas piernas. Siempre con su mostacho, que le valió el apodo de Bigote. También le decían Junín, la ciudad de la provincia de Buenos Aires donde había nacido en 1914. En su país jugó por Platense y Boca, donde “no lo vieron”.

El relato se vuelve a cruzar con los mitos: se dice que tras su llegada durmió un día entero, hasta el día del debut. Pero también se cuenta que hizo tres prácticas previas, en las que no mostró mucho. Por eso, la prensa, al anunciar el partido contra Chacarita, no lo incluyó en el posible equipo albo.

Pero allí estuvo. Y marcó dos goles para su equipo, incluyendo el del triunfo por 3-2. “Dejó óptima impresión en su debut el centreforward García en Nacional (...). Demostró poseer excelentes condiciones el referido jugador, quien pese a ser la primera vez que actuó en la delantera tricolor se desempeñó como el forward más eficaz y productivo. Si llegara a repetir su actuación del sábado no habrá más remedio que reconocer que Nacional hizo una buena adquisición”, comentó El País el 18 de enero.

No todo fue tan claro aquella noche. La Mañana le atribuyó los tres goles de su equipo, en tanto para La Tribuna Popular convirtió apenas uno. La explicación se puede encontrar en ese mismo diario: se quejaba de la deficiente iluminación del Estadio Centenario, que no permitía ver bien los partidos. La Tribuna lo llamó también “Arístides García”. Lo común en la prensa de entonces era que lo identificaran como “A. García”. Pronto sería simplemente Atilio, y así lo recuerda la historia grande.

Lo que vino después es conocido. Terminó de revelarse en el Campeonato Internacional Nocturno, que reunió a los grandes de Uruguay y Argentina ese verano y ganó Nacional. Después fue el principal responsable del Quinquenio de Oro tricolor entre 1939 y 1943. Fue el mayor goleador de los clásicos, con un total de 34, cuatro de ellos en una sola tarde, dos marcas inigualadas. Fue ocho veces goleador del Campeonato Uruguayo (otro récord) y ocho veces campeón. Incluso defendió a la Selección uruguaya, nacionalizado, e hizo siete goles.

¿Cómo jugaba? Las viejas crónicas indican que su fútbol no era brillante, pero resultaba imparable dentro del área, tanto por su potencia física como por su resolución. Experto para mandar a la red toda pelota suelta en esa zona, remataba con derecha e izquierda indistintamente y tenía un extraordinario cabezazo. La revista Deportes consideró en 1970 que había sido el más grande cabeceador que pasó por canchas uruguayas, junto al ecuatoriano Alberto Spencer. Un estudio de la revista partidaria Decano en 1993 señaló que casi la cuarta parte de todos sus goles los hizo de cabeza.

Esa exuberancia frente al arco contrastaba con su personalidad. Era muy callado, al punto que casi no gritaba sus goles, ni protestaba ante las frecuentes infracciones que sufría. Fuera de la cancha, no le gustaba relatar sus hazañas e incluso aseguraba que su carrera se había hecho en base a casualidades. La primera fue llamarse Atilio, si aquel mito termina siendo verdad.

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