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La fe apoyó un try

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Foto: Darwin Borrelli.
Darwin Borrelli

El diácono Juan Andrés Verde jugó dos mundiales pero dejó la ovalada de lado para servir a los demás.

Juan Andrés Verde se ordenó diácono en marzo pasado. En la ceremonia estuvieron muchos de sus excompañeros de rugby, aun los que no comparten su fe. Y eso le dio una gran alegría. También ver allí a su abuelo, quien cuando le contó que quería ser sacerdote, le respondió: “Esperaba más de vos”, fue una gran satisfacción para él.

Hoy transita unos meses como diácono, trabajando en la iglesia Stella Maris, mientras prepara su último examen y se ilusiona con ordenarse como sacerdote a fin de año. El rugby fue la gran pasión de su vida, hasta que Dios le ganó el partido y el tercer tiempo.

El “Gordo” comenzó a jugar al rugby en el colegio Monte VI, donde cursó hasta segundo de liceo. En ese momento, la crisis económica que vivió Uruguay afectó a su familia y se mudaron del Prado a Villa Colón. Además, los cuatro hermanos cambiaron de colegio y pasaron al Pío. “Yo era un adolescente y al principio el cambio me costó, pero después fue lo mejor que me pudo pasar. Me había criado en una especie de burbuja y al mudarme a un contexto diferente, con gente muy distinta a mí, enfrenté un desafío muy valioso para mi crecimiento. Conocí un colegio salesiano y fue un gran cambio. Por ejemplo, en segundo de liceo compartí un aula con mujeres por primera vez en mi vida”.

Cuando aún estaba en el Monte VI comenzó a jugar en Carrasco Polo. Se iba desde el Prado primero y desde Villa Colón después, hasta Carrasco. “Me tomaba el 2 a Portones con el bolsito. Era de destino a destino. Y a veces me quedaba a dormir en lo de mi amigo Martín Etcheverry porque terminábamos tarde. Eso me ayudó a valorar y a entender lo que era el sacrificio por hacer algo que realmente querías”.

A los 17 jugó su primer Mundial en Irlanda con la selección Sub 19 y luego el Mundial Sub 20 en Japón. “Jugaba de 1, de pilar, es el que tiene que ir al golpe, al frente. Me encantaba y siempre fui muy temperamental. Capaz que lo que tenía de bueno, también lo tenía de calentón. Para el rugbista eso era bueno, porque tenía mucha actitud, pero creo para la vida ya no lo es tanto”.

Al Mundial de Japón fue con los ligamentos de la rodilla parcialmente rotos. “Y metí dos tries de los cinco que hizo Uruguay”, recordó con orgullo. Llegó a debutar en la Primera División de Carrasco Polo, pero jugó unos pocos partidos. Tuvo que operarse la rodilla, y además, a los 20 años, comenzó a darse cuenta que había otra pasión en su vida. “Me había ido un año de misionero y empezó todo mi cuestionamiento. Todo me fue llevando a dejar. Pero jugar al rugby fue de lo mejor que me pasó en la vida. Hoy si quisiera podría entrenarme y volver, pero mi opción ha sido otra. Me llevaría mucho tiempo prepararme y entrenarme para entrar a la cancha bien”.

Hoy vive el rugby de otra manera. Con varios amigos y ex compañeros del colegio Monte VI fundaron el club Ceibos, donde juegan alumnos del colegio y jóvenes del interior. Hoy a dos años de su creación, Ceibos ya está jugando en Primera División y pelea los primeros puestos de la tabla. También participa del programa “Pelota al medio a la Esperanza”, donde acompaña desde el rugby y también desde la fe, porque el Ministerio del Interior le pidió apoyo a la Iglesia. “En las cárceles se juega rugby tres veces por semana. Yo voy una vez. Y las otras dos veces voy al Marconi con otros jugadores de la selección uruguaya. Mi objetivo, y el del programa es transmitir valores”.

Va vestido como siempre, con su camisa de religioso, pero no les habla de Dios salvo que le pregunten. “A veces me preguntan si soy cantante. Je”, contó. “Muchas veces la realidad es más fuerte de lo que uno se imagina. No sé si estoy preparado para todo eso, pero tengo la disposición y pienso que si Dios me manda a ciertos lugares me dará la fortaleza y la preparación necesarias. Además, me he sentido más seguro dentro de la cárcel que caminando por algunos barrios”.

Sorpresa.

Es el único de sus cuatro hermanos con vocación religiosa. Al principio su familia se sorprendió. Sobre todo porque tuvo novia desde los 16 años hasta los 20. “No te diría que estábamos casados, pero casi. Era una relación muy linda, preciosa, y un noviazgo muy serio. Ella me dejó y se lo agradezco. Le dije que me haría feliz una vida consagrada a la fe, ella se dio cuenta y me dejó. Después yo quise volver, porque todavía no lo tenía tan claro. Hoy sé que esto fue lo mejor que me pudo pasar en la vida”.Sus padres lo bancaron y sus hermanos también. “Al principio lo tomaron con pinzas. Pensaron que se me iba a pasar. Pero cuando se dieron cuenta lo feliz que me hacía me dieron para adelante. Mi abuelo no esperaba que me metiera de cura, ni cerca. Y algunos amigos del rugby me decían que no entendían lo que estaba haciendo. Y que no me imaginaban sin rugby. No digo que perdí amigos, pero quizás me distancié naturalmente de algunos. Pero el día de mi ordenación diaconal, estaban ahí. Con o sin fe para recordarme el sentimiento de equipo”.

Felicidad.

“Jugando al rugby conocí muchos países, Irlanda, Inglaterra, Escocia, Nueva Zelanda, Japón, Estados Unidos, Australia, China, Chile, Brasil, Argentina y Sudáfrica. Y sin embargo, nada me ha hecho tan feliz como cuando estuve en el corazón del Uruguay, conviviendo con curas salesianos y trabajando para 70 gurises, hijos de peones rurales en la obra del Paiva. Hubo un antes y un después de eso en mi vida”, dijo muy convencido y entusiasmado. Y pasó a explicar las funciones de un diácono.“Un diácono está para servir. Casa, bautiza, bendice y predica. El diácono permanente es una persona casada, que debe tener mínimo 10 años de matrimonio y luego presta un servicio dentro de la iglesia. Hay muchos en Uruguay y son una bendición. Yo soy el otro diácono. Es como estar en tránsito al sacerdocio. Yo quiero ser sacerdote, espero ser sacerdote. Obvio, con todas mis debilidades y pobrezas. No me considero bueno para esto, pero pongo lo mejor de mí”, admitió sin embargo.

El sacerdocio no es como el rugby y no se aspira a llegar a la selección. “Yo a lo que quiero llegar en mi carrera es al cielo, todo lo demás me importa tres cominos. Mi carrera es llegar al cielo, sea ahora, a los 40 años, a los 50 o a los 90, cuando Dios me llame. La vida del sacerdote es muy dinámica y está llena de sorpresas y desafíos. También hay mucho dolor que tenés que acompañar, pero eso también te reconforta, te sentís realizado”.

En la iglesia Stella Maris acompaña a los grupos de jóvenes. “Arrancamos el movimiento Luceros, que le acerca comida a personas en situación de calle, llevando una palabra de esperanza y de aliento y también un oído. Se han sumado muchos jóvenes y está muy bueno”. También está en el grupo de preconfirmación con 60 adolescentes. “Y en el grupo Cero, donde llegan chicos que de repente tienen muchos prejuicios en contra de la Iglesia o de Dios, pero quieren hacer un camino espiritual”, aclaró.

No eligió trabajar en Stella Maris, le tocó y obedeció. “Al principio tenía mucho miedo de una parroquia tan grande, pero es muy linda. Y sigo en contacto con los chicos del liceo Jubilar. Y con la realidad de la cárcel. Trabajo con distintos estratos sociales y me gusta encontrarme con Dios a través de la gente. Y lo he hecho con gente muy pudiente y también muy humilde”.

El diácono vive en la parroquia donde dice que puede escuchar su música sin problemas. Folklore y cambia, ritmos que le quedaron de cuando estudiaba veterinaria.

“Dios se las ingenia para contestarme”.

“Muchas veces me he enojado con Dios, y le he preguntado dónde está. Pero se las ingenia para responder. Y uno se sorprende. Cuando descubrís que Dios te está respondiendo es muy fuerte y muy emocionante. No te manda un ángel ni nada sobrenatural, te contesta desde lo cotidiano, con cosas que pasan”, explicó.

Tres libros y un canal para transmitir la fe.

Una vez se encontró a uno de sus capitanes de rugby sentado en el último banco de una iglesia. Y siempre había estado alejado de Dios. “Le pregunté que hacía ahí y me dijo que era el único lugar donde encontraba paz, pero que no entendía nada. Esas palabras me hicieron darme cuenta que algo tenía que hacer. Empecé a escribir unas cartas para él. Y esas cartas se convirtieron en dos libros”, contó Juan Andrés, que ya lleva tres escritos. El último tiene prólogo de Diego Forlán. Está en su sexta edición y fue utilizado en las escuelas. Últimamente se ha vuelto muy mediático y reconoció que no le disgusta. “Es un buen canal para transmitir la fe. Mucha gente me ha escrito con cuestionamientos luego de verme en notas”.

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Foto: Darwin Borrelli.

HISTORIASSILVIA PÉREZ

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