Forlán, Goncalves, Matosas, Aguirregaray. Es la sangre. Los genes. El legado. Y, aparte de algo que tal vez aportó el destino, todo lo que pusieron Diego, Jorge, Gustavo y Matías para llegar a ser lo fueron y/o son, y a la vez dejar de ser algo que en el fútbol nunca ha sido fácil: los hijos de sus padres.
JORGE SAVIA
Con mayor o menor técnica, más o menos fuerza física, y distintos niveles de personalidad, no necesariamente Gustavo y Diego tuvieron que ser réplicas de Roberto y Pablo, como casi lo fueron “Tito chico” y “Tito padre”, y el “Vasquito” con el “Vasco”; pero, quizá, ha sido la cercanía de la gloria de los progenitores la que fue impregnando a los vástagos.
En ese sentido, la anécdota de la llegada de Gustavo a Los Aromos, a mediados de los 80, enviado por Roberto desde México con una recomendación para Máspoli, resulta por demás gráfica: cuando Roque le preguntó de qué jugaba, la respuesta fue “volante”; como al verlo en acción el entonces técnico aurinegro lo puso de zaguero, el futbolista le dijo que ese puesto no le gustaba; y ante la indagatoria del entrenador sobre los motivos por los que no le agradaba la zaga, la contestación fue: “Porque ahí no se hace plata”.
Bonachón, sonriente, Roque no se quedó callado: “Andá y preguntále a Passarella si no se hace plata”; pero, por más razón que tuviera, Gustavo fue campeón de América y del mundo de volante.
Es el “ADN de Peñarol” que Damiani dice que anda buscando.
DE CONTRAGOLPE